El uso político de la pandemia para legitimar la intensificación sin límite del control social, el control de la vida y la eliminación del disenso —ya in nuce al inicio de la pandemia— se ha manifestado abiertamente, con intensidad acelerada, en los últimos meses. La ausencia de un debate abierto implica responsabilidades.

 

En marzo de 2020 escribimos sobre el peligro de una deriva autoritaria en la organización de la sociedad como efecto de la pandemia. Un uso político de la pandemia para imponer aún más control sobre las vidas de las personas, divididas en grupos según su peligrosidad crítica. La amenaza de una deriva autoritaria era una de las dos vías en las que el camino se dividía: “Tras el fin de la pandemia estaremos ante una encrucijada: la producción de una deriva autoritaria o el nacimiento de una sociedad cuyo elemento fundamental sea la vida”. Deriva autoritaria o centralidad de la vida: dos posibilidades.

Ahora podemos decirlo, ya no cabe duda. Diecinueve meses más tarde podemos afirmar que nuestra sociedad ha elegido con decisión un camino cuyo elemento fundamental es el control biopolítico, al amparo de la emergencia causada por la pandemia. Dejemos de lado, en este texto, el elemento económico, los evidentes beneficios de la industria farmacéutica, su escandalosa relación con los gobiernos. Enfoquémonos en el control social.

Ahora podemos decirlo, ya no cabe duda. Podemos afirmar que nuestra sociedad ha elegido con decisión un camino cuyo elemento fundamental es el control biopolítico.

Hechos recientes ocurridos en un país europeo, Italia, nos indican el camino que otros países seguramente seguirán: el control de los ciudadanos, cada vez más especializado y preciso, a través de la biopolítica, el control de sus vidas, y la eliminación del disenso con técnicas propias de los gobiernos autoritarios.

Un acontecimiento importante, que no recibió la necesaria atención y no tuvo resonancia en la prensa internacional: el 5 de mayo de 2021, en Italia, se reprimió el disenso mediante actos coercitivos de una gravedad inaudita. En un instituto del norte de Italia un estudiante de dieciocho años protestó con pacífica firmeza en contra de la obligatoriedad del uso de la mascarilla en clase, hecho que consideraba inconstitucional. En un lugar que debería ser la cuna del debate crítico, de la verdadera formación de las personas, la reacción al disenso del estudiante fue la siguiente: la directora del instituto llamó a la policía, que llegó junto con una ambulancia. El estudiante fue internado en un hospital psiquiátrico durante cinco días [el internamiento habría sido más largo sin la intervención de algunos políticos], donde le fueron administrados psicofármacos en contra de su voluntad y de la voluntad de sus padres. La gravedad del hecho, a pesar de despertar numerosas críticas e iluminar a los ciudadanos ignaros de la naturaleza de la psiquiatría, no tuvo la resonancia necesaria para generar el fundamental debate sobre la legitimidad del tratamiento sanitario obligatorio, cuya finalidad ha sido puesta al desnudo por los hechos ocurridos. A la psiquiatrización de los niños, cada día más presente, se añade el riesgo de considerar el disenso, en lugar de un elemento fundamental para un verdadero proceso educativo, como un peligro que puede producir un internamiento psiquiátrico, que completa el proceso de normalización.

Nace el riesgo de considerar el disenso, en lugar de un elemento fundamental para un verdadero proceso educativo, como un peligro que puede producir un internamiento psiquiátrico.

Otro hecho relevante, que ha producido intensas protestas en la sociedad italiana: la reciente obligatoriedad de poseer el pasaporte sanitario, el green pass, para poder trabajar. La norma ha alimentado reacciones críticas entre algunos, pocos, intelectuales, entre los cuales destaca Giorgio Agamben, quien hizo una intervención en el senado italiano definiendo el green pass ‘una monstruosidad jurídica’. Su lúcido análisis del significado político de la pandemia —que ninguna relación tiene con el rechazo a las vacunas— ha despertado reacciones vehementes. ¿En qué punto estamos? La epidemia como política es una antología de textos de Agamben publicada en julio de 2020 y actualizada en septiembre de 2021. En el libro se advierte del grave peligro de clasificar a los ciudadanos en categorías, como está ocurriendo ahora con el pasaporte sanitario —que Agamben define como un instrumento para incrementar el control social hasta un punto sin precedentes alimentado por el proceso de vacunación— y como se hizo en los años más oscuros del siglo XX. Se crean ciudadanos de primera y de segunda clase, tal como sigue ocurriendo en el siglo XXI cuando se aplica un diagnóstico en ámbito psiquiátrico a las personas que no se conforman con las ideas o el comportamiento de la mayoría.

Las legítimas protestas actuales en Italia, que siguen intensificándose, en contra del green pass —manifestaciones en varias ciudades italianas con alta participación— están siendo silenciadas, relacionándolas con la extrema derecha, asociación intencionadamente engañosa al no diferenciar las posiciones, o bien definidas anti-científicas, con la clara finalidad de desacreditar el disenso sin abordar las causas que fundamentan las protestas, el significado biopolítico del green pass.

En julio de 2021 fue publicada en Italia una carta abierta sobre el peligro del uso político de la pandemia, en la que se afirma que “La discriminación de una categoría de personas, que se convierten automáticamente en ciudadanos de segunda clase, es en sí misma un hecho muy grave, cuyas consecuencias pueden ser dramáticas para la vida democrática”. En los mismos días surgió la inquietante propuesta de un intelectual italiano de aplicar el tratamiento sanitario obligatorio a las personas que no desean vacunarse, considerándolas degeneradas.

Cualquier clasificación de las personas que pretende ilegitimar el disenso mediante un diagnóstico y excluir a una parte de la ciudadanía de la vida social lleva a una monstruosidad social.

Vuelve a aparecer Cesare Lombroso, aún alabado en el siglo XXI, quien veía degeneración en la asimetría craneal de Dante, Pericles o Kant, o bien en la baja estatura de Epicuro, Platón u Horacio. Cualquier clasificación de las personas —y la creación de ciudadanos de segunda clase, degenerados— que pretende ilegitimar el disenso mediante un diagnóstico y excluir a una parte de la ciudadanía de la vida social lleva a una monstruosidad social.

Es una (ir)responsabilidad importante no reflexionar adecuadamente sobre los acontecimientos en curso, dando vida a un debate abierto sobre la deriva autoritaria que estamos viviendo. El peligro podría agrandarse hasta alcanzar dimensiones vertiginosas.

Artículo publicado en El Salto.

Imagen: Hôpital de la Salpêtrière, Paris | Grabado por Adam Pérelle [ca. 1660]


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