El 2015 ha sido el año del retorno de las fronteras, los muros, las vallas. Físicas y abstractas, cuanto más violentas mejor, eco de las guerras modernas que mueven las ruedas de la industria. Un proceso inverso al que tuvo lugar en 1989 con la caída del muro de Berlín ha envuelto Europa en una niebla densa.

Las construcción de barreras físicas ha marcado el 2015 con cadencia acelerada hacia la llegada del invierno. En realidad hemos asistido a la fabricación de dos distintos tipos de barreras que actúan en sinergia y se alimentan mutuamente, las unas garantizando la supervivencia de las otras.

Por un lado hemos visto el nacimiento de nuevas barreras físicas, tangibles: vallas y muros construidos para contener la ola de sufrimiento en la que las economías neoliberales occidentales tienen responsabilidades importantes. Entre Macedonia y Grecia, Eslovenia y Croacia, Austria y Eslovenia, Hungría y Croacia, Eslovaquia y Hungría, Hungría y Rumanía, Ucrania y Rusia, Estonia y Rusia, Bulgaria y Turquía, Hungría y Serbia, entre Ceuta y Melilla y Marruecos, hay vallas construidas o planeadas.

Prejuicios, racismo, xenofobia son los elementos que constituyen el segundo tipo de barreras, planeadas con particular energía durante el 2015: barreras mentales fabricadas a través de los media para dar legitimidad a la construcción de las vallas. Sin la fabricación del consenso sería difícil justificar la violencia que se perpetra en las fronteras europeas. Los prejuicios llegan a ser los cimientos de las vallas, las vallas alimentan los prejuicios evitando el encuentro.

Las barreras físicas y mentales constituyen un elemento necesario a la supervivencia de nuestro sistema económico, son consustanciales a él. Resulta necesario construir barreras para poder reforzar las desigualdades en el ámbito socio-económico, para que la inicua repartición de los recursos se pueda perpetuar, barreras tanto más resistentes cuanto más se quiere incrementar las desigualdades. Las fronteras se convierten en el elemento necesario al mantenimiento del status quo, el elemento que esconde la verdad de nuestra economía. Sería peligroso para la estabilidad de Europa tener enfrente de nuestros ojos los efectos de las guerras que nuestra economía está produciendo.

Poco después de la caída del muro de Berlín, Francis Fukuyama, en su célebre artículo de 1989 ‘El fin de la historia‘ (seguido por el libro El fin de la historia y el último hombre en 1992), sostuvo que con la caída del régimen soviético la historia había terminado. Considerando la historia como un progreso lineal, un proceso acumulativo que con el tiempo lleva a alcanzar un objetivo final –siguiendo la filosofía de la historia de Hegel y Alexandre Kojève–, Fukuyama sostiene que con la caída del comunismo empieza la etapa final de la historia, triunfa el neoliberalismo económico y la sociedad va hacia la democracia perfecta: las ideologías y la política son sustituidas por la economía. Ya no son necesarios conflictos, revoluciones, nuevas ideas, la sociedad ha alcanzado su equilibrio, la historia ha llegado a su fin. Los acontecimientos históricos, a partir de 1989, sólo servirían para alcanzar el neoliberalismo perfecto.

“El fin de la historia significaría el fin de las guerras y las revoluciones sangrientas, los hombres satisfacen sus necesidades a través de la actividad económica sin tener que arriesgar sus vidas en ese tipo de batallas”

Precisamente las guerras que estallan continuamente con cadencia acelerada –y que paradójicamente son uno de los motores que mueven las ruedas de la economía neoliberal– demuestran que la historia continúa, que el supuesto equilibrio democrático de la sociedad neoliberal del que habla Fukuyama no existe, y nunca existirá por la esencia misma de la sociedad de consumo, por su desigualdad que genera conflictos.

La caída de las fronteras en 1989 y el triunfo del neoliberalismo ha generado, veintiséis años más tarde, la construcción de nuevas fronteras, que demuestran lo contrario de lo que afirmaba Fukuyama: en lugar de haber alcanzado la democracia perfecta asistimos a la decadencia de lo democrático, a su conversión en un simulacro. Las fronteras vuelven a aparecer, como el elemento necesario para poder mantener vivo el neoliberalismo y desmantelar lo democrático.

Otra acepción devuelve significado a la expresión ‘el fin de la historia’, considerada como el final de la era de la civilización humana, civilización que conscientemente se acerca a las fronteras de la historia sin accionar el freno de emergencia. ‘El fin de la historia‘ es el título de un artículo de Noam Chomsky de septiembre de 2014, que analiza los efectos de la acción humana sobre el ambiente, su destrucción a través de la generación del cambio climático. Los últimos 300 años de civilización constituyen una nueva época –que los científicos han denominado Antropoceno– en la que la influencia del ser humano sobre el planeta es dramáticamente intensa. La fuerza destructiva de la acción humana –léase del sistema productivo neoliberal– es comparada por Chomsky con el efecto devastador del impacto de un asteroide con la tierra –ocurrido hace 65 millones de años– que causó la extinción de los dinosaurios. Hoy –dice Chomsky– el asteroide es el género humano.

Es tan clara como innegable la agonía de nuestra sociedad, su acercarse a su frontera, su camino hacia el abismo y la urgencia de un proceso inverso, de un cambio radical hacia una economía ética, para que los recursos se repartan equitativamente y la conquista de la naturaleza se convierta en su salvación.


Artículo publicado en Periódico Diagonal, Urban Living Lab

Imagen [banner]: George Grosz | Im Schatten (1920)


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