Un cable de acero como puente entre el infierno y el paraíso, entre el mundo del trabajo, la fatiga, el tiempo que se consume en silencio en el llamado mundo de la producción y el mundo del consumo, de las cotizaciones, la materialización del deseo en nuestra época.

Un cable de acero, fino, invisible, une un valle con una naturaleza exuberante con una ciudad vacía, sin habitantes, sin vida.

Estamos hablando del documental ‘Behemoth’, del director Zhao Liang, galardonado en el festival praguense de cine sobre los derechos humanos One World 2016, un viaje a través de China en busca de las personas invisibles que han hecho posible la construcción, durante los últimos quince años, de cientos de nuevas ciudades en la China capitalista.

Behemoth, el monstruo bíblico, se convierte aquí en una alegoría del hombre moderno, el monstruo que saquea el planeta —en nombre del llamado progreso— para el beneficio de una minoría.

La región de China llamada Mongolia Interior posee aproximadamente la cuarta parte de las reservas mundiales de carbón, reservas de gas natural y yacimientos de diferentes minerales. Desde el momento del descubrimiento de combustibles y minerales el tiempo circular que marcaba la vida del valle se convierte en una línea recta que redibuja el paso del tiempo según las cadencias naturales del llamado progreso.

La industria minera cumplió su misión: la conquista de la naturaleza, con la consiguiente generación de importantes problemas ambientales que afectan toda la región (cuya superficie es más del doble de la superficie de España) y la explotación de los invisibles de la historia. La finalidad es simple: producir sin pausa, para que las riquezas se concentren allá donde quien escribe la historia quiere que se concentren, con un Ángel de la Historia que mira sin poder detenerse para llorar a los muertos, las víctimas que algunos consideran necesarias.

Los invisibles, en este caso, pertenecen a la minoría mongola presente en esta región de China (17% de los 25 millones de habitantes de la región). En el valle se extrae el carbón, que luego se transporta en camiones, se lleva a una fundición, se mezcla con minerales de hierro, se calienta, se transforma en acero para producir cables para la industria de la construcción —intensamente activa en la China contemporánea, país que en los años 2011-2013 parece haber usado la misma cantidad de cemento que Estados Unidos usó durante el siglo XX— que luego se transportan a otro lugar para construir nuevas ciudades, siempre con un se impersonal.

Miles de se sin nombre trabajan en profundidad, llevados por un ascensor hasta lugares de los que nunca se habla. Otros tantos se anónimos transforman el carbón en acero, que después de ser calentado y moldeado se enfría junto a los cuerpos de los trabajadores que a los cincuenta años mueren de neumoconiosis por inhalar partículas de carbón, o quizá nunca hayan existido.

El país se desarrolla, la economía se desarrolla, la modernidad se desarrolla.

Ghost cities las llaman, al tratarse de ciudades construidas en breve tiempo que a menudo tardan años en popularse, convirtiéndose en lugares espectrales en gran parte vacíos, con centros comerciales, tiendas, carreteras, gasolineras, bancos, bloques de pisos todos iguales para personas todas iguales que iguales sólo parecen. Un escenario de edificios vendidos, inversiones realizadas, contratos firmados, sellos puestos, documentos registrados: la imagen de nuestra economía.

Las llamadas ghost cities y el valle en que se extrae el carbón pertenecen a dos mundos separados. El paraíso del bienestar y la inversión por un lado, el infierno de la producción por el otro. Todos conceptos abstractos que no hablan de la vida.

Entre estos dos mundos se interponen barreras de distinto tipo. La espacial es la más evidente: hasta el siglo XIX el hilo que unía personas y cosas era corto, visible, difícil de ocultar. Las manos del artesano, que enseñaban las arrugas, las venas, los cortes del tiempo pasado trabajando, eran visibles. Hoy el cable tendido entre estos dos mundos se alarga, la dilatación del espacio que la peculiar organización económica moderna ha generado permite ocultar, con facilidad, la conexión entre los objetos y las personas que los han producido, objetos convertidos en productos, personas en productores.

La barrera espacial es evidente, pero insuficiente. El mismo desarrollo tecnológico elimina, o acorta, las distancias entre los dos mundos. Hoy en día se puede saber, se puede conocer, se puede ver el hilo (in)visible tendido entre los dos mundos.

Son necesarias, por lo tanto, otras barreras que garanticen la distancia necesaria para no ver la violencia del llamado mundo de la producción moderno, para aceptar que un número de personas difícil de visualizar se ocupe del bienestar de nuestros países desarrollados.

Las barreras que se construyen son el resultado de una sinergia (des)educativa que nos presenta la violencia como norma, el prejuicio como valor, el éxito personal como objetivo único hacia la conquista de una posición social respetable, el poder sobre los demás como práctica cotidiana, la fragilidad como anomalía, la anomalía como peligro.

La fatiga cotidiana, el dolor del trabajar viendo la vida consumirse demasiado rápidamente hasta una muerte prematura, marca el tiempo de un número inmenso de personas, tiempo pasado respirando carbón, que ennegrece indiferentemente paredes y pulmones, tiempo oculto que se deposita esterilizado en los edificios vacíos construidos por empresas y vendidos ‘llaves en mano’ por inmobiliarias que, se dice, crean puestos de trabajo, mueven la economía.

El hilo (in)visible

Ordos | Mongolia Interior (China)

Como escribe Wade Shefard en ‘Ghost cities of China’, la superficie de los pisos vacíos de Ordos —la ghost city retratada en el documental, una de las más conocidas— podría cubrir todo Madrid. A pesar de las profundas diferencias de contexto y de causas, es inevitable trazar una línea larga miles de kilómetros que une Ordos con Madrid, y pensar en los miles de pisos vacíos de propiedad de los bancos presentes en España, pisos construidos para luego quedarse inhabitados.

Pisos vacíos, ciudades vacías: imagen de nuestra economía, hecha por las personas para los inversores. El artífice de esta inexplicable, incomprensible organización del espacio es un monstruo llamado progreso, dicen.

La palabra ‘progreso’ viene del verbo latín progredior, ‘ir adelante, avanzar’. Avanzar en la igualdad entre los seres humanos, sin distinción, avanzar en la conversión de la violencia en energía dedicada al conocimiento, la expresión creativa, la exploración sin prejuicios de la vida, avanzar en la comprensión de la naturaleza y la tierra para habitarla sin destruirla, avanzar sin miedo en la exploración de diferentes maneras de vivir nunca antes exploradas: éstos son algunos ejemplos de progreso. Lo demás es desarrollo. El artífice de esta inexplicable, incomprensible organización del espacio es, por tanto, un monstruo llamado desarrollo.

Desarrollo y progreso, como decía Pasolini ya en 1973, son no sólo distintos, sino incluso contrarios.

En su artículo publicado en Escritos Corsarios, con estas palabras aclara la distinción:

«Existen dos palabras que retornan frecuentemente en nuestros discursos: mejor dicho, son las palabras clave de nuestros discursos. Estas dos palabras son ‘desarrollo’ y ‘progreso’. ¿Son dos sinónimos? O, si no son dos sinónimos, ¿indican dos momentos diversos de un mismo fenómeno? O, más bien, ¿señalan dos fenómenos distintos que, sin embargo, se integran necesariamente entre sí? O, incluso, ¿indican dos fenómenos sólo parcialmente análogos y sincrónicos? Finalmente, ¿indican dos fenómenos “opuestos” entre sí, que sólo aparentemente coinciden o se integran?»

Y en el siguiente vídeo:

«Es necesario distinguir entre desarrollo y progreso… entre estas dos palabras hay una diferencia enorme… son dos cosas no sólo distintas, sino incluso contrarias…»

Intentar ver, conocer lo que se ha vuelto invisible: éste es el camino arduo, un ejercicio acrobático para entender la abstracción de nuestra economía y convertirla en una economía concreta, para unir las cosas a las manos, los rostros, los materiales, el tiempo, los elementos naturales que las han producido, para entender la ciudad del mercado, vacía, y convertirla en una ciudad para la vida en sus múltiples formas y maneras de vivirla, sin prejuicios, un ejercicio para distinguir el desarrollo del verdadero progreso.

Querer caminar sobre el alambre es un acto hoy considerado inadecuado para el fluido prosperar de la economía. Un cable que desaparece detrás de la capa gris de la (des)educación moderna, cuya finalidad es que todo siga tal como es y no se presente el peligro de un cambio que derrumbaría el actual sistema económico, desvelándolo. La existencia de dos mundos es considerada un axioma, un dogma, que en el mejor de los casos se decora con un amor abstracto al prójimo cuya condición es que el prójimo esté lejos y no modifique nuestra manera de vivir, es decir siga trabajando en una mina sin molestar.

De lo contrario se empieza a construir vallas, muros, fronteras.


Artículo publicado en Periódico Diagonal, Urban Living Lab

Imagen [banner]: Paul Klee | El equilibrista (1923)


Support our website

Perspectivas anómalas es gratuito y libre de publicidad. Apoya la web para que el proyecto sea sostenible y podamos seguir trabajando de forma libre e independiente. Relación inter pares.

Datos personales

Importe de la donación:5 EUROS


Para recibir los nuevos artículos de Perspectivas anómalas puedes suscribirte